Incomunicación


Cuando era pequeña me sentía terriblemente sola, aunque estuviera acompañada. Mis recuerdos de entonces son de desamparo y briznas de felicidad. 

A medida que fui creciendo y dejando atrás la infancia, me asolaban pensamientos sombríos sobre ella, aunque mi presente no fuera mejor. No entendía porqué "soledad" era la palabra que mejor definía mi época de niñez cuando en el imaginario colectivo es uno de los periodos más felices de la vida de las personas. Extrañamente yo solo recordaba ausencia y tenía un gran afán por crecer, ser mayor y poder al fin, tomar las riendas de mi vida. 

Ahora comprendo lo que me pasaba, la incomunicación emocional con mis seres queridos, me provocaba la mayor tristeza que un niño puede tener. Estaba cerca de ellos pero los sentía muy lejos, inalcanzables. Su amor era escaso y acondicionado pero eso no podía verlo entonces, me cegaba mi amor incondicional de niña que quiere querer y ser querida.

Yo era entonces como una de esas plantas que se riegan lo suficiente para que vivan pero que lucen lánguidas y amarillas, esperando el próximo riego, totalmente dependientes de que su cuidador se acuerde de ellas y les de su alimento para no morir.

Imperecederamente, hasta en los momentos más bajos, he mantenido la esperanza, aunque a veces exigua, casi inexistente, de tener una vida mejor, más plena, siendo yo también receptora de amor, y creo firmemente, que eso es lo que me ha salvado de caer en una profunda depresión durante los últimos años. Dicen que la esperanza es lo último que se pierde y no puedo estar más de acuerdo.

Lo más importante que puede recibir un niño por parte de sus padres es amor incondicional. Solamente eso le hará ser una persona merecedora de amor y confianza en sí mismo y en el mundo. Si además le dan otros nutrientes como la atención, el cariño, la protección y los límites, crecerá como esas plantas exuberantes que irradian vida y belleza.






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